septiembre 17, 2009

Ojos Rojos

Los ojos rojos del conejo se le clavaban cada vez que López salía al patio. No tenía paz, se intimidaba, rehuía esa mirada pero los ojos insistían.
No lo salvaban ni las montañas, ni los cardos, ni el sol que rodeaban su rancho. Vivía solo y en esos días estaba ocupado en arreglar la protección de su baño que se venía abajo. Por las noches lo visitaban sus compañeros de trabajo y conversaban con vino o mate.
López no podía evitar las reuniones en el patio en las noches de verano. Cuando tenía gente, el conejo lo miraba escondido, atrás de algún cardo, una piedra, un balde, nunca sabía.
¿Qué busca? ¿Qué quiere? Para qué vive mirándome? Eran las preguntas de López. Sus amigos no las conocían, entre tantos bichos dando vueltas, el conejo de López era uno más.
López vivía alerta. Le llevaban más tiempo sus tareas habituales, se volvía torpe cuando estaba en el patio.
¿Por qué no come? ¿Por qué se mordisquea?
Escuchás ese ruido, como un chasquido? – le preguntó un día a su amigo.
Serán los grillos –
No, no – López sabía que venía del conejo.
La puerta de su casa, López y el conejo dibujaban un triángulo que cambiaba sus dimensiones, formado por dos puntos fijos y uno móvil… los ojos corregían esa geometría a su antojo.
Una mañana de ceniza el pozo negro no resistió más y cedió llevándose con él al conejo frente a los ojos desesperados de López.
El ángulo móvil del triángulo se hundía, retorciendo el patio de López que quedó definitivamente intransitable.